Noche de insomnio


¿Recuerdas la silueta de Sonny Rollins en la penumbra de un puente en blanco y negro que unía Manhattan con Brooklin? Allí estaba el pobre hombre. Seguramente pasaba frío. Seguramente hubiera echado en falta una casa llena y una mujer que le chillara desde la cocina si quería que le llevara una cerveza. Pero sus caseros, o sus vecinos (ya no recuerdo muy bien los detalles exactos de la historia), le habían prohibido ensayar en casa. De modo que el músico cogió a su amigo, lo metió en una funda y se fue al puente que une Manhattan y Brooklin (el mismo puente que Paul Auster retrata en sus novelas). El saxo de Rollins nunca fue tan triste, ni tan exiliado. Pero tampoco nunca una prohibición acústica dio como resultado un disco tan bueno. “The Bridge”.

Antes había grabado “Saxophone Colossus”, que se convirtió en su “Kind of Blue” o en su “A Love Supreme”. Sin embargo, a mí me gusta escuchar “The Bridge” e imaginarme al músico pasando frío en un puente. Mirando de reojo a las jovencitas con curvas en pecado que vuelven tarde a casa, a los macarras con ganas de parecer más temibles, a las mujeres mediocres que quisieron ser divinas y se quedaron en las kalandrakas de Brooklin. Me gusta imaginar al músico anteponiendo el saxo a la comodidad de un camastro caliente y un brasero bajo la mesa camilla. No es fácil de entender. La mayoría de la gente prefiere el plato caliente y la televisión por cable. La mayoría de la gente no entiende una madrugada peleándote con una trama que se ha estancado en la página 150. La mayoría de la gente no entiende la música puesta en mi salón a las cuatro de la mañana, un cenicero colmado, una copa de Baileys y un cuaderno lleno de tachones y correcciones con un rotulador rojo. Pero la mayoría de la gente me importa un bledo. Así que estamos en paz.

Esta noche me he quedado de Rodríguez, con mi empacho de películas, con mi cuaderno que quiere ser un intento de novela, con Sonny Rollins y con “The Bridge”. Lo grabó en 1962, después de pasar unas cuantas (muchas) noches entre la nebulosa en blanco y negro de las noches neoyorkinas. Pocos años después, Rollins se embarcaría en otra nebulosa, la del apasionante mundo del cine. Grabó la banda sonora de “Alfie”, con Michael Caine (otro grande). Y yo sigo estancada en un desarrollo al que le faltan personajes. Miro de reojo con aquellos ojos de Rollins. No veo a muchachitas con curvas, ni a macarras de Brooklin, si acaso desorden, pelusas y el próximo cigarro de la noche.

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