Sobre el concierto de Erik Truffaz & Ladyland Quartet



Una se pasa la vida entera negando lo que en realidad es.
Una se dice a sí misma que no es tradicional, que es liberal, que es solidaria, que es multicultural...

Pero, un buen día, una se estrella contra sus propias mentiras y se encuentra un parecido, más que razonable, con todo aquello de lo que siempre había huido.
Siempre me dije que no sería como mi madre, pero ya voy cogiendo gestos y manías suyas (y no me molesta)
Siempre me dije que nunca tendría un traje sastre, pero en mi armario ya conviven seis modelos diferentes (y me encantan)

Recuerdo que, cuando me encontraba con un purista, del jazz, del flamenco, del arte, del cine... pensaba para mí que su intolerancia le impedía descubrir cosas nuevas y terriblemente interesantes.

Sin embargo, ayer, me metamorfoseé en una de esas puristas que resoplan con gesto de condena. En el escenario, Erik Truffaz, del que había escuchado temas interesantes y del que había leído que era "el alquimista del jazz".

Yo no sé si es la crisis del hombre que suma años o su viaje por tierras lejanas. El caso es que la banda (de la que he de decir que, individualmente, eran músicos estupendos) sonaba anárquica (demasiado anárquica) y sin melodía (sin belleza)

El espíritu del jazz es la improvisación. Sí, Truffaz y la banda improvisaban. Pero la improvisación del jazz reside en la belleza. Eso es lo grande, que aun saliéndose de la partitura, no se apartan de una estética hermosa. La belleza del jazz (la que me llevó a perder la cabeza) reside en una improvisación hermosa, en una anarquía que suena bien, que te acaricia el alma, que te pone cachonda, que es capaz de ponerte triste o hacerte saltar de alegría... No sé si me entienden.

Sin embargo, la noche de Truffaz tuve ganas de levantarme de mi asiento y abandonar el auditorio. Más que jazz-fussion parecía metal-fussion (que no tiene nada de malo, si es lo que te gusta y vas buscando)

Truffaz llevó a una guitarra estupenda, Manu Codjia. ¡Dios mío! sonaba muy rockera, muy atractiva. Y llevaba un buen batería, Philippe García, y hasta un buen cantante, Mounir Troudi. Es sólo que, juntos, no me gustaban.

Troudi desparramaba cantos árabes, que a mí nunca me han gustado. Puedo entender e intentar respetar a aquellos paisanos a los que sí les gusta esta multiculturalidad. Pero, realmente, un árabe de Tunez está tan lejos de mi mundo, como el "dale-don-dale" de Don Omar. Me parece bien que los cantos a Alá les guste a mis compatriotas educados bajo una educación judeo-cristiana, pero a mí no. Igual que me parece bien que la tontiloca de turno baile el "dale-don-dale" ajena a que cierto movimiento, que se encuadra dentro de la música de Don Omar, le daría-don-daría una paliza para quitarle de encima su occidentalismo comedor de McDonalds. Me parece bien, que conste, pero a mí no me gustan ni los cantos árabes, ni el reagetón. Está demasiado alejado de mis emociones. Toda la vida llamándome tolerante cultural... Otra mentira.

Una amiga me decía: "Olvido, pues a la gente le está gustando, mira cómo aplauden". Y yo me defendía desde el enfado arrogante: "Pero la gente aplaude por contagio".

Es verdad. Muchas veces, el público general no es entendido. Los entendidos son cuatro gatos. De modo que, si uno empieza a aplaudir, como llevados por un espíritu gregario, el resto de los espectadores también aplaudirán, a rabiar si hace falta. Esto ocurre porque tenemos un complejo enorme. Nos han vendido que la vanguardia es maravillosa y que, si no nos gusta, es porque somos unos ignorantes. Pero ocurre que nos han colado mierda en revistas especializadas, de modo que, a veces, no somos capaces de distinguir mierda de vanguardia. En el arte, por ejemplo, recuerdo una vez en la que un niño de cuatro años ganó un concurso de pintura abstracta. A eso me refiero. A que somos capaces de aplaudir un dibujo de un niño de cuatro años sólo para no quedar como ignorantes.

Oías comentarios en los lavabos. "Vaya cosa más rara". "No me gusta demasiado". Sin embargo, ahí estaban, aplaudiendo a rabiar a un tío pegado a un mac (y es que parece que las nuevas tecnologías ya no respetan nada, ni siquiera a un trompetista con sordina)

En fin, lo siento señores entendidos en jazz. No me gustó el concierto. Ustedes me dicen que este señor y su banda demuestran que el jazz sigue vivo, que su sonido es perfecto. Pero yo, entonces, me acuerdo de la trompeta de Bix Beiderbecke, que sonaba "como una chica diciendo sí". Y pienso que, mientras sus discos estén en mi estantería, el jazz no estará muerto. No hay necesidad de prostituirnos ante un ordenador.

Es cierto que no todo el concierto fue malo. Tres o cuatro temas me hicieron saber por qué estaba allí sentada y por qué había valido la pena el dinero de la entrada. Pero, a rasgos generales, la (con)fussion de Truffaz y su cantante árabe, con sus músicos rememorando sonidos metal-heavies-duros, me hizo darme cuenta de algo que me dolió mucho. Me hizo darme cuenta de que, aunque una se pase toda la vida huyendo de lo que realmente es, al final, resulta una purista intolerante.

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